VALLE DE LA CALMA (XIII)
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Estaba soñando, y en sus sueños sabía que se había quedado dormido. De algún modo estaba perfectamente consciente de eso, de estar acurrucado sobre una camilla.
Intentó despertarse, pero era difícil... le tomaría unos minutos. ¿Cómo había pasado? Seguramente había sido por las pocas horas de descanso la noche anterior, mezclada con sus exhaustivas emociones... lo cierto era que la adrenalina, el miedo, había bajado, y con ello, pudo escuchar por fin la voz de su propio cuerpo: estoy cansado, Abraham.
Incluso desde su sueño, podía sentir el desgastamiento de sus músculos... ese dolor agudo como una aguja, que corre entre los brazos y las piernas.
De inmediato, le vino a la mente la niña que había conseguido ahí, en la habitación (eso no fue un sueño, cosa que lamentó), también pensó en la otra, en la que usaba muletas y no tenía piernas, la que estaba cuidado a un oso de peluche que le faltaba un ojo, pero que también parecía observarlo, de manera mórbida... todo aquello tenía una lógica, pero cuando despertara esta se desvanecería, como en todo sueño.
Se le ocurrió que la niña que lo intentó atrapar podía estar dentro del cuarto, con él, muy cerca. Extrañamente, la idea no le dio mucho miedo, porque sabía que era sólo una traición mental.
Pero cuando la ruleta rusa giraba en su mente, una que en cada número tenía una anécdota negra, sucedida en el San Niño <<el señor del baño, la niña de las muletas, el niño de los dedos achatados, el pandemonio de la morgue, la niña que se arrastra, el hombre tras la puerta...>> lo que dolía más, sin dudas, era saber que
<<mi papá mató a mi mamá>>
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2
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Abrió los ojos, por fin. No necesitó parpadear varias veces, ni frotarse... se había despertado lúcido.
Se puso de pie, arrimando una camilla que hizo un ruido desagradable.
La puerta permanecía cerrada, y no se escuchaban ruidos en el pasillo.
Le entró un acceso de emoción tenebrosa realizar que no había despertado en su cuarto, sino dentro del manicomio.
Se acercó a la puerta, hasta pegar el pecho a ella, conteniendo la respiración, alerta. Así se mantuvo por breves instantes, impaciente, sin captar nada.
Abrió la puerta suavemente, y asomó la cabeza. La puerta de enfrente, aquella de la que había salido disparado, estaba cerrada, y dentro, no se escuchaba el más leve sonido.
Suspiró.
Pero Abraham no tardó en observar algo que lo dejó perplejo... porque si bien no se escuchaba nada, eso no quería decir que nada había cambiado.
La puerta de rejas que daban acceso al área pedregosa de las mazmorras, que antes estaban cerradas con llave, ahora estaban abiertas, de par en par.
Ahí se hallaba él, observando la entrada a la negrura, desde la que se escuchaban goteos suaves.
Se dio media vuelta para observar la puerta que conducía hacia las escaleras que bajaban al primer piso. Era eso, o seguir explorando el manicomio. ¿Qué más tenía que hacer?
<<¿Qué más tengo que hacer?>>
Aquello sonaba como una diatriba estúpida, de esas que se hacen en una película de horror en donde el personaje busca, por todos los medios, que lo maten. Pero en su situación era una decisión lógica. Sin dudas los guionistas de esas malas películas no lo habían tenido en mente, eso seguro, pero desde la posición de Abraham no había otra cosa que hacer, no con su tiempo, sino con su vida. Iba a regresar al hospital <<¿para qué?>> Todavía no había conseguido ningún escape del San Niño, todavía no había encontrado nada que le ayudara a resolver el atolladero en el que se hallaba metido, y aquello, precisamente, había sido el motivo principal de una exploración que, en circunstancias normales, jamás habría realizado.
La comida se le estaba acabando, y también, en cierta medida, su cordura.
<<¿Qué más tengo que hacer?>>
- Más nada, no tengo más nada que hacer.
Y así, empezó a caminar.
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3
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Susana se hallaba en un estado de coma profundo, pero su cerebro no estaba del todo desconectado, porque podía soñar. Eso es algo común en otros pacientes en coma, es el único enlace con el mundo. Aún cuando los sueños duran, por lo general, 19 o 30 segundos, como mucho –aún cuando parezca que es mucho más- son lo suficiente para mantener al cerebro trabajando.
Mientras un montón de enfermeras pasaban alrededor de ella, y un perplejo doctor se quedaba de pie viéndola fijamente, el mundo (y el doctor) desconocían que, aparte de un tipo inédito de tumor, el cerebro de Susana era partícipe de un evento extraordinario: estaba teniendo sueños que duraban horas.
Por lo tanto, su cerebro estaba perpetuamente activo, mucho más que si estuviera despierta y sana, y eso la estaba agotando (y matando) lentamente.
Los relieves de sus ojos bajo los párpados indicaban que los movía con celeridad, Susana estaba completamente desconectada de todos sus sistemas nerviosos, por eso no podía mover las manos, o gritar en sueños... aún cuando eso fuese exactamente lo que ella estaba haciendo.
Ella gritaba, dentro de sus sueños.
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4
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Abraham no se sorprendió al descubrir que el área que él mismo había llamado “mazmorras” realmente eran tales.
Se movía lentamente, aprovechando toda la claridad que recibía a través de sus pupilas dilatadas, observando las celdas a uno y otro lado. Era, sin dudas, el área donde colocaban a los pacientes peligrosos.
Y hasta ahora todas estaban vacías (gracias a Dios), pero las condiciones en que se hallaba cada una eran deplorables, por no decir que pudo distinguir sangre entre la suciedad repulsiva de algunas colchonetas.
Lo más angustioso era la hediondez... no era olor de excremento o desechos
humanos, sino de carne podrida, de vómito, algo nauseabundo que sólo
hubiese podido arreglarse inundando el lugar con agua hirviendo. Y de todas
formas, Abraham tampoco podía identificar qué había en
el suelo o en la pared de fondo de las celdas. Sabía que estaban allí
porque los barrotes emitían cierto brillo con la luz que venía
del pasillo.
<<Algo tienen que tener todas estas celdas, para apestar así, Dios mío, qué asco>> pensó culposamente, en un susurro bajo y contenido <<tengo ganas de vomitar, el estómago revuelto, vómito, yo...>>
Una reja se abrió...
Abraham dejó escapar un gemido.
La reja se deslizó lentamente hacia fuera, con un prolongado rechinar oxidado, hasta chocar suavemente contra los barrotes.
El acceso de náusea se desintegró, ahora podía escuchar su propio corazón.
Era ahora o nunca: quedarse ahí o darse media vuelta y correr, gritando.
Abrió más los ojos, con el pánico agolpándose.
Retrocedió dos pasos, eso es lo mejor que podía hacer estando todavía al mando de su cabeza, esperando con los puños apretados a que algo saliera para perseguirlo. Pero tal cosa no sucedió en los tres minutos que se quedó de pie.
<<No fue la brisa, no pudo ser la brisa, no, la brisa no entra aquí, no...>>
Y no necesitaba una explicación racional tampoco. <<La maldita reja se ha abierto, y eso es todo>>
<<¿Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué?>>
Su cerebro –de hombre adulto- no lo dejaba en paz, no podía hacerlo, porque esa es la naturaleza de alguien que sabe qué esperar de las “leyes” del mundo en el que vive, cualquier alteración de ellas puede resultar en pánico, o locura.
<<¿Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué se abrió?>>
- ¡No lo sé, maldita sea! ¡Ya deja de joder!
Y la mente dejó de joderlo.
Otro minuto más, y todavía no parecía haber nada. Tampoco parecía haber nada dentro, por lo menos desde donde alcanzaba a ver.
<<Está esperando que te acerques, eso es lo que pasa, está esperando que te acerques>>
Fue así como Abraham siguió la única idea posible, generada en el humor negro que daba vueltas en sus entrañas y no en su cabeza: acercarse.
Ver como sus ojos podían dominar el panorama dentro de la celda fue, contra todo pronóstico, tranquilizador: no encontró algo saliendo dentro de ella, y tampoco un par de ojos brillantes observándolo desde el fondo de la pared. No había nada.
<<Nada que tú puedas ver...>>
- Te dije que te callaras.
Se asomó en el umbral de la reja. A escasos centímetros de su bota corría un charco negro y pútrido, justo como los demás. No tenía el valor para ponerse de rodillas y ver qué elementos había flotando en él.
Sin embargo, en la pared contigua, había un escritorio (si es que a tales pedazos de madera claveteada podía llamársele tal), disparejo, mohoso, sin nada arriba. Sin embargo, una de sus patas estaba pisando un naipe puesto boca abajo.
Abraham se puso en cuclillas (temía mancharse el pantalón, así que lo hizo con la gracilidad de un cisne) y, tanteando suavemente la madera, cuidándose de algún clavo sobresaliente, levantó el escritorio para coger el naipe.
Por fortuna, estaba seco, y no era algo de extrañar, porque quien sea que estuvo dentro de la celda, se encargó de mantenerlo así. No tardó en enterarse por qué: en el reverso había todo un párrafo escrito en miniatura, con una letra elegante, negra y corrida.
Estaba tan oscuro, y la letra era tan pequeña, que no había modo en que podía leer lo que estaba escrito, pero sin dudas, no lo iba a dejar ahí: lo introdujo en su bolsillo, y salió de la celda.
El pasillo “mazmorra” no llegaba hasta mucho más: más adelante, se hallaban unas escaleras de caracol, las cuales llevaban a un tercer piso.
Abraham se dio vuelta por última vez, para observar, como ya había hecho dos veces antes, la puerta por donde había entrado, la cual se veía allá a lo lejos, mezclada entre el conjunto de las otras, como un pequeño punto blanco.
Comenzó a subir los escalones, lentamente, escuchando como los ecos de sus propios pasos llenaban la oscuridad.
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Allá en el Hospital, alguien entró a la habitación de Abraham...
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6
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Abraham emergió del suelo, subiendo por las escaleras de caracol.
Lo único que había después del último peldaño era una pequeña plataforma con una boca cuadrada que servía de entrada, y que tenía como suelo lo que allá abajo era el techo. Todo estaba a oscuras, salvo dos cuadros de luz amarilla, que pertenecían a una de esas puertas que se abren en dos.
Cuando las empujó, una luz brillante bañó su rostro.
Era un pasillo más estrecho que el de abajo, con las paredes pintadas de blanco y puertas selladas, con un pequeño rectángulo al tope de estas, hechas para que un vigilante pudiera inspeccionar lo que la persona encerrada (y esa era la palabra más adecuada, a juzgar por las cabezas circulares de los clavos y el grosor de las puertas) estaba haciendo.
De fondo, se escuchaba el pesado ruido de un aire acondicionado.
El corredor era bastante más corto que todos los demás, apenas había cuatro puertas de lado y lado. A un costado, se hallaba un carrito de enfermería, con frascos sin etiqueta y jeringas cuyas agujas estaban envueltas en algodones usados.
<<Huele a alcohol>> pensó, para luego meditarlo mejor: <<apesta a alcohol>>
Aprovechó de deslizar el naipe de su bolsillo, y observarlo, bajo la
molesta luz.
Es de suponer que los que entran aquí, no salen más nunca
¿ para qué nos quieren?
Nos alimentan todos los días con ensaladas, verduras.
El otro día
González enloqueció debido a ello.
Maldito Pulasky, él nos vendió
a Borghild,
nos vendió como ganado, como animales
No puedo imaginarme para qué nos quieren,
y Borghild no me da buena
espina. Al verlo a los ojos, lo supe
de inmediato.
No deben descubrir que estoy escribiendo
gracias a Dios que los enfermeros
son estúpidos.
8/28/1961 Un criminal, pero no un animal
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Un acceso de depresión comenzaba a invadir sus venas. Abraham no tardó en sentir ganas de llorar.
No sabía descifrarlo muy bien, y tampoco le importaba, pero era tal vez la caligrafía de aquél hombre, su letra corrida, su buena ortografía, alguien que sabía expresarse bien, manifestando su preocupación e incertidumbre hacia el futuro, hacia uno que Abraham tenía la certeza que terminó mal lo que lo conmovió tanto. Sabía bien qué había sido de aquel hombre… era simplemente una versión adulta de los niños. Se quedó observando el naipe, y lo leyó tres veces más, antes que la voz de su propia conciencia comenzara a funcionar, otra vez.
Introdujo el naipe de vuelta en su bolsillo, y respiró profundo. Se sintió como saliendo del cuarto negro y silencioso de sus pensamientos, con los sentidos volviendo a él: de pie ante un pasillo extraño, con sus oídos atormentados ya por el ruido insistente del sistema de aire.
Ahora cabía preguntarse si alguna de las puertas de ese lugar se abriría, tal como en el piso de abajo. Por la apariencia del interior de cada uno de los cubículos que allí habían, enfrentarse contra un prisionero de “las mazmorras” parecía bastante preferible.
Viendo a través del rectángulo de vidrio a la cabeza de cada puerta, lo único que contemplaba era un interior de ladrillos, estrecho, sólido... una invocación a la claustrofobia.
<<Aquí tienen que meter a las escorias, a los que se han portado mal de verdad, a los más peligrosos.>>
Se quedó reflexionando por breves instantes y lo pensó mejor <<aquí todos se portan mal>>, <<todos, menos yo, yo estoy aquí de más>> frotó su bolsillo, suavemente, sintiendo el insignificante relieve del naipe <<aunque tal vez, y sólo tal vez, tú te mereces una amnistía>>.
Caminó lentamente hacia delante, imaginando qué podía haber tras la puerta, que, a diferencia de la anterior, no tenía vidrios de ningún tipo. Estaba empezando a acostumbrarse a los pasillos, todo el San Niño parecía estar construido en base a ellos, eso era algo que había anotado hacía días.
Posó una mano sobre la placa plateada de la puerta, empujándola de golpe. Quería ver primero qué había del otro lado antes de cruzar.
Lo importante, sin embargo, no fue qué apareció del otro lado, sino que Abraham se estaba sintiendo observado, y no era para menos, porque alguien lo estaba haciendo, desde uno de los cubículos.
Giró la cabeza lentamente, hacia su izquierda, sus ojos se encontraron con los de alguien atrapado tras la puerta.
No hubo ninguna reacción, sobresalto o pánico, sino un silencio prolongado y expectante. Unos ojos lo estaban viendo desde el espacio rectangular protegido por un grueso vidrio. Y aquello no habría sido tan malo de no ser por la espantosa malignidad de esa mirada.
Abraham paseó los ojos rápidamente alrededor de la puerta, como comprobando que fuese lo suficientemente segura para convencerse de que el sujeto no podía salirse.
Por el relieve de la cabeza, y de los ojos, Abraham sabía que se trataba de un obeso. Tenía los ante párpados inyectados de grasa-
<<Hombre gordo atrapado>> pensó, sintiendo los cosquilleos de la irrealidad, o quizá el enardecimiento <<no, no voy a hablarte, lo siento mucho, amigo, lo siento por ti>>
En un solo sentimiento, Abraham sabía que se habría desesperado de angustia intentando abrirle la puerta a una persona que estuviese adentro, rogando por escapar, pero no a alguien así. Sentía cosquilleos en el estómago, otra vez la sensación vacía de la irrealidad. Si el aura existiese, si tan sólo fuera real, entonces Abraham la había acabado de captar. Era un sujeto malo. O un espectro malo.
Y éste no dejaba de mirarlo.
- Adiós
Antes de cruzar la puerta, giró la cabeza, para volver a verlo.
- Adiós...
Se coló por la puerta, desobedeciendo su propia regla de mirar qué había al frente antes de pasar. Para cuando se dio cuenta, se hallaba de pie ante una sala enorme, y extrañamente vacía, con una silla repentina aquí y allá, y una mesa llena de telarañas.
Al frente se hallaba una ventana panorámica alargada, con vidrios tan sucios que no se podía ver al exterior, pero al menos dejaba colar una diáfana, clara pantalla de resplandor blanco.
A su paso, las botas de Abraham no dejaron huellas sobre la alfombra de polvo en el crujiente piso de madera, porque sus suelas estaban repletas ya de inmundicia.
Eso por no decir que cada vez que respiraba sentía que le quitaba a sus pulmones un año, al menos... y el cristal de sus anteojos ya acusaba el polvo, también. Tuvo que utilizar una mano como mascarilla.
<<Cómo pudo acumularse tanto polvo, Dios santo, qué asco, esto tiene que llevar años cerrado>>
Habría sentido incluso lástima por la niña del primer piso, la “rastrera”.
- Me da asco... –musitó, para sí mismo-
Se acercó al ventanal, y colocó el antebrazo sobre el vidrio, intentando apartar un poco la suciedad.
Justo cuando esperó ver montículos de nieve, árboles, al hospital en relieve, y la salida del San Niño, todo ello en un panorama muy preciso, Abraham encontró algo mucho más particular: nada. Tras el vidrio no parecía haber nada.
Se llevó una mano al pecho, masajeando el área cercana al corazón <<lamento que tengas que estar trabajando tan duro últimamente, pero no hay nada que podamos hacer para evitarlo>> se dijo <<si rompo el vidrio, ¿qué pasará?>>, <<nada, es seguro que sólo está sucio por dentro>>, <<sucio por dentro... no, eso suena estúpido, tiene que estar sucio por fuera, por eso es que no puedes ver nada... esto no es un portal hacia otra dimensión si es eso lo que quieres pensar, déjate de joder ya>>
- No, tú déjate de joder ya.
Se dio media vuelta, viendo hacia atrás, a la puerta.
<<Tranqui, el gordo maniático sigue encerrado... pero es bueno que hayas echado un vistazo. Deberías buscarte un buen tubo de hierro, puede hacerte sentir más seguro>>
Tuvo que cerrar los ojos para que los párpados ayudaran a humedecerlos... el polvo le estaba irritando. Para cuando saliera la nieve no sería suficiente para refrescarse, ni mucho menos.
Del lado derecho de la sala se hallaba otra puerta, muy parecida a la anterior. Al asomarse por las ventanillas, Abraham se dio cuenta de que en el interior, había otras escaleras de caracol, muy estrechas.
Movió los ojos e hizo repaso mental de todo lo que había recorrido, desde la entrada del manicomio hasta ese punto. <<No quiero perderme>> pensó <<y eso puede ser exactamente lo que me va a pasar si me distraigo un segundo>>.
Por un momento se le ocurrió que, al momento que intentase salir del manicomio, la configuración interna de éste cambiaría por completo, confundiéndolo y atrapándolo, como una nepente.
- Bueno, ya pensé en esa posibilidad, ahora tendrás que idear tú una idea más original para hacer que me pierda –dijo, mirando hacia arriba-
No pasaron tres segundos sin que se arrepintiera profundamente de ello.
Suspiró, y cruzó la puerta que tenía frente a él. Tanteó en la oscuridad el pasamano de las escaleras, y empezó a subirlas.
<<Cuarto piso>> pensó
7
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Lo que se encontró después del último escalón fue una pequeña portezuela de hierro, como las que utilizan en los cines para salidas de emergencia. Por un momento, Abraham temió que estuviera cerrada con llave (porque ser inaccesibles es el mensaje intrínseco de ese tipo de puertas) pero por el contrario, estaba abierta. Hundió la palanca sin ninguna dificultad.
No le extrañó encontrar un pasillo.
Sin embargo, éste tenía una particularidad que lo alejaba de los demás, tanto del manicomio como del hospital: era elegante, todo era madera, con materos de plantas artificiales de colores extravagantes a los lados, y cuadros que mostraban figuras que parecían de hombres burgueses, con sus trajes, sus cadenas de oro, e inclusive sus monóculos. Sobre el techo guindaban dos complejas y acicaladas lámparas de cristal.
Al final, había una enorme puerta de madera.
Abraham posó el oído sobre ella, esperando escuchar algo del otro lado.
Pero todo estaba en silencio.
El rechinar de la madera y las bisagras se le hicieron infinitos, y sobre todo, le hizo temer que algo le saltara desde adentro. <<Ya, por favor, ya, no ha pasado nada antes, y no va a pasar ahora>>
En efecto: no sucedió nada. Sin embargo, no esperaba encontrar una biblioteca en el manicomio... pero ahí estaba: los altos muebles llenos de libro hacían un semi-laberinto en la sala.
Muy diferente del piso de abajo, ahí habían gruesos sillones forrados de cuero negro, un escritorio cómodo con una lamparilla clásica y un porta-bolígrafos elegante, y varios sofás, parecidos a los anteriores sillones. Abraham pensó que ése debía ser el lugar donde los doctores se reunían a leer o pasar el rato.
Los estantes estaban llenos de libros de medicina y sicología de todos los tipos, había enciclopedias.
Respiró suavemente, viendo a su alrededor, como un animal que de pronto ha salido en un lugar completamente extraño, y llenó sus fosas nasales con el olor del cuero, del lujo.
Cercano a la pared, casi inmediato a la puerta, se hallaba la escribanía, y sobre la madera lacada y pulida del escritorio el inmenso libro de registro, abierto por la mitad.
Abraham se sentó sobre el sillón más grande y –aunque le costó una enormidad- intentó relajarse lo suficiente como para sentirse cómodo.
- Todo lo que te falta es un tabaco y unas pantuflas, Abraham –le dijo
alguien, desde atrás-
Pegó un brinco y se dio media vuelta.
El hombre que estaba acurrucado allá, al fondo de un estante, en la semi oscuridad, con una bata blanca, y los cabellos desordenados, se echó a reír.
- Hola, Abraham...
A Abraham le temblaron los labios, antes de poder articular una palabra.
- ¿Gianluca?
- ... Siffredo. Es un gusto saber que todavía te acuerdas de mí,
zoquete.
Dicho esto, se echó a reír, otra vez.
- Creí que te habían matado.
- Sí, bueno...
- Murillo me dijo...
- ¿Murillo? –Interrumpió- ¿El doctor Alberto Murillo?
No, ése no te dijo nada… es un idiota. Acércate, vamos a
hablar.
Por el contrario, Abraham retrocedió un paso.
- ¿Dónde estuviste?
- Aquí, en el manicomio... lamento haberme ido sin avisar, pero supuse
que te las arreglarías solo.
- Gianluca, ¿qué está pasando aquí?
El hombre itálico giró sus enormes ojos verdes de un lado para otro, como un loco.
- ¿Aquí? ¿A qué te refieres?
Aquello diezmó un porcentaje inmenso de su paciencia.
- ¡Al hospital, coño! ¡Y al manicomio! ¡Tú
sabes a qué me refiero!
- Aquí no está pasando nada, Abrahamcito.
- Mira, maldito enano hijo de puta, por si lo quieres saber tengo suficientes
pruebas para que a la mitad de las personas que trabajan aquí las echen
en cana hasta que sus huesos se pudran. Dime qué está pasando
en el San Niño, Gianluica, dímelo ya.
El hombre se echó a reír, poniéndose de pie lentamente, y con visible dolor, pasando una mano sobre sus desordenados y grasientos cabellos.
- Estás de mal humor...
No había palabra suficiente que Abraham pudiese emplear como respuesta, pero no hizo falta, porque Gianluca Siffredo ya estaba maquinando decir algo, mientras respiraba, con aparente dificultad.
- Te equivocas, aquí nadie va a ir preso.
Abraham tuvo ganas inmensas de rebatir ese argumento, pero el hombrecito, que a diferencia del bronceado con el que lo había conocido, lucía ahora una piel lechosa, blanda, y fría, tenía algo más importante que decir.
- Nunca nadie ha ido, nunca nadie irá. Tú no vas
a salir de aquí, Castelblanch, nadie puede.
- ¿Te está pasando lo mismo que a mí?
La contestación fue una sarta de risitas flemáticas, como pedazos diminutos de vidrio derramándose en el suelo.
- No, no me está pasando lo mismo que a ti, muñeco.
De todos, tú eres el más imbécil... tú sólo
estás atrapado aquí.
- No me llames imbécil por no estar involucrado en lo que se cuece aquí,
repulsiva bolsa de mierda.
- Oh ¿tú también lo sabes?
- Sé todo sobre los órganos.
- Oh...
Siffredo asintió varias veces, con el ceño estirado, y las comisuras de la boca hacia abajo, con irónica condescendencia. Abraham deseaba saber qué cara pondría durante el segundo en que se le arrojara encima para partirle el rostro, y no le faltaba demasiado para hacerlo.
- Tienes sólo la mitad de la galleta, Castelblanch –dijo
de pronto-
- ¿La mitad de la galleta?
- Sí.
- ¿Y cuál es la otra mitad?
- La que tengo yo.
Abraham se quedó en silencio, a lo que Gianluca sonrió, poco a poco, formando arrugas espantosas en su cara.
- Eres un morbosillo... te gustaría saber de qué se trata, ¿verdad?
No le contestó nada.
- La otra mitad de la galleta es lo que estuvo pasando del otro
lado del San Niño, en el hospital, y es casi tan gordo como lo de los
órganos...
- ¿Qué es?
- ... sólo lo sabía yo, y por supuesto, unos pocos más.
Murillo no tenía ni idea. Pero eso no importa, después de lo que
hizo, habría tenido que tener muy buenos cojones para escandalizarse
con lo que pasaba en el tercer piso del hospital. ¿Alguna vez llegaste
a entrar a una de esas habitaciones, Abraham?
- No.
Pero de pronto, recordó a <<Victoria>> la niña de las muletas, el oso de peluche... el...
- Sí, sí entré.
- ¿Te pareció una habitación de hospital?
- ¿Una qué?
Gianluca se echó a reír, con más estruendo.
- Por Dios, qué estúpido eres. Qué pelotudo...
tal vez por eso acabaste así, de suplente de enfermero. No me da lástima
que estés atrapado aquí, ¡idiota!
- ¿Qué estuvo sucediendo en el hospital?
- Ve y averígualo tú mismo. Ve al tercer piso, y entra a cualquiera
de las habitaciones... te vas a dar cuenta.
- ¿Y qué va a pasar contigo?
Gianluca se quedó en silencio, por breves instantes, viendo fijamente a Abraham.
- ¿Qué va a pasar conmigo?
- Ya me oíste –dijo, con falsa empatía-
- Yo no voy a hacer nada, yo...
- Después de todo lo que hiciste, Gianluigi, te tiene que pasar algo.
Abraham empezó a pasear la mirada por toda la sala.
- ¿A qué te refieres, Castelblanch?
Pero su interlocutor se había dado media vuelta, sin decir nada, limitándose a buscar. Rodeó el sillón que tenía detrás de sí, viendo hacia todos los extremos.
Finalmente, como caído del cielo, Abraham encontró algo que le serviría.
Dentro de una hielera vacía sobre el mueble de agasajos, había un largo y delgado picahielos sobresaliendo a un extremo. Abraham lo extrajo, y lo observó de cerca.
La montura de sus anteojos brillaba con el suave destello del utensilio.
- Me refiero a todas las cosas malas que has hecho.
El rostro del hombrecito se transformó de inmediato, sus cejas se dispararon hacia arriba.
- Yo no hice nada malo, Castelblanch.
- Acabas de confesar que lo hiciste, tarado.
- Yo sólo hice lo que el doctor Borghild me dijo que hiciera.
- Estás razonando mal, infeliz... claro que sí hiciste algo malo.
Se echó al suelo y recogió sus piernas, apoyando las manos al suelo, abriendo bien los ojos.
- ¡Yo sólo sabía! –Gimió-
- Sí, y no hiciste nada.
- ¿Tú estás loco? –Reclamó, riéndose,
con un rostro más pálido que antes- ¿Qué iba a hacer?
- ¿Llamar a la policía, tal vez?
- ¡La policía estaba con ellos, imbécil! ¡Borghild...
- ... conocía a un oficial, sí –le interrumpió Abraham-
Pulasky. Era sólo un oficial, Gianluca, no toda la fuerza policíaca.
Pudiste haber hecho algo más.
- Aléjate de mí.
Abraham caminó dentro del angosto corredor formado entre los muebles llenos de libros.
- No te vas a atrever, Castelblanch, déjame en paz.
- Hasta hace poco estuve jugando con la idea de suicidarme. ¿Qué
más hiciste?
- Más nada –chilló, recogiéndose a sí mismo
como un niño- yo no hice más nada.
- Y El Papa no caga, ¿verdad? Dime, y prometo que no te voy a hacer daño.
Abraham sólo pensaba que era emocionante el haber jurado que sería capaz de hacer “algo a alguien”, allá abajo, cuando descubrió a los niños enfrascados, y que en verdad lo iba a llevar a cabo.
Sin embargo, no se trataba sólo por los niños envasados, había mucho más que eso.
Levantó el brazo, con el picahielo apuntando directamente a la humanidad de Gianluigi, cuyas manos temblaban.
- Si me dices no te voy a hacer nada.
- Estás mintiendo, Castelblanch –dijo, llorando- te volviste loco,
lo puedo ver en tu cara. Te volviste completamente loco.
Era demasiado obvio que no se iba a ir sin hacerle nada a Gianluca. Más que en los niños envasados, estaba pensando en la humillación que le hizo aquél día... aquél día cuando todo empezó. Pero eso no importaba, porque Abraham conseguía camuflar muy bien todo entre un maremoto de recuerdos.
El hombrecito metió la cabeza entre los brazos, con los ojos cerrados, arrugando la cara.
- Yo sólo le hice daño a un niño
Pero gemidos y lloros, lo que salió de esa frase fue un pálido “o lo ce año a un iño”.
- ¿Qué le hiciste?
- Borghild me pidió que lo hiciera.
- Yo no te he preguntado por Borghild, nadie está hablando de Borghild,
Siffredo, estamos hablando de ti. ¿Qué hiciste?
- Estaba... –dijo, moviendo su mano circularmente, como si estuviese pintando
en el aire con un creyón de cera- rayó una pared. Hizo una mancha
enorme.
- Ya deja de llorar. ¿Y qué pasó?
- Borghild me pidió que le aplastara los dedos con un martillo. Los deditos...
dijo que eso le iba a enseñar.
Se limpió las lágrimas con la palma de sus gruesas manos, tenía los ojos hinchados, y los hombros iban y venían al compás de su pecho.
- Se murió del dolor –puntualizó- no soy
un médico, no sé nada, pero se murió al cabo de tres días.
Yo pienso que fue el dolor.
- Yo conozco a ese niño.
Los inmensos ojos de sapo lo observaron, con gesto sorprendido.
- Ha vuelto a dibujar la mancha sobre mi pared...
La cara de Gianluca Siffredo se contrajo de horror.
Abraham se hallaba más que dispuesto, pero sólo faltaba una cosa accesoria... decir algo. No se le estaba ocurriendo nada, su mente no podía pensar con suficiente lucidez.
- Te toca.
Se dejó caer de rodillas, abalanzando el picahielo contra
el cuello del hombre. Una y otra vez, sin parar, hasta quedar empapado en sudor.
Al cabo de varios minutos, lo que reposaba en el suelo, en posición fetal,
no era ya la figura de un ser humano sino un muñón rojo y empapado.
Abraham, sin embargo, continuó castigándolo, levantando nuevos
chorros de sangre, despellejando la ropa y la piel, hasta que cayó agotado.
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14 de junio de 2009